Desde pequeños se nos educa en la verdad y se repudia la mentira. Si mientes te crece la nariz y vas al infierno. La verdad te hace libre...
Pero cuando te haces adulto te estrellas una y otra vez con la realidad y la realidad es que las personas honestas tienen el pescado vendido a precio de saldo y que a la primera de cambio y a poco que se descuiden, no solo se tienen que aguantar con cobrarlo barato sino que es probable que no cobren y que hasta tengan que terminar pagando.
El octavo mandamiento está tan devaluado que a este paso va a tener que suspenderse su cotización.
El valor añadido de la gente honesta cada vez es más un cero a la izquierda.
Un experto de esos que se dedica al asesoramiento y la consultoría me decía ayer al conversar de la reciente actualidad que «en política como en los asuntos jurídicos decir la verdad casi nunca es conveniente» y lo peor de todo es que esa es la sensación de la calle. Que aquí todos mienten como bellacos.
En los atriles se oye decir a políticos de uno y otro signo que ellos siempre nos van a decir la verdad y que los otros nunca van a ser tan honestos como ellos. La regla parece que es otra aunque como en matemáticas haya excepciones, lo complicado es hayar la fórmula para encontrarlas.
Al final nos confirmamos con la conjetura de que unos sean menos malos que los otros y terminamos votando mayoritariamente, aunque yo pregunto desde lo que queda de mi ingenuidad infantil:
¿Donde está el Capitan Trueno que siempre hacía que ganaran los buenos?
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